La soledad es para algunos un castigo y para otros un regalo. Es una sensación que todos hemos experimentado en algún momento. Sin embargo, los significados que le atribuimos pueden ser muy variados. Mientras para unos sugiere aislamiento, para otros significa refugio. Sus implicaciones son tan amplias que no podemos determinar una única acepción para este término, pues existen muchos tipos de soledad.

El modo en que vivimos la soledad depende de nuestra personalidad, pero también del contexto y las circunstancias que la rodean. No obstante, dado que se trata de algo ineludible, la decisión más inteligente es aprender a gestionarla. En este sentido, el primer paso para ello consiste en reconocer los distintos tipos de soledad con los que podemos encontrarnos.

Los 7 tipos de soledad

Transitoria o crónica

El primer aspecto en el que tenemos que fijarnos es en su duración. La soledad transitoria es aquella que se presenta de manera puntual y acotada en el tiempo. Podemos sentirla al perder un vínculo afectivo importante para nosotros, como ante la muerte de un ser querido, el fin de una amistad o la ruptura de una relación de pareja. También, podemos hablar de soledad transitoria cuando esta viene motivada por unas circunstancias externas que la hacen esperable. Así, cuando nos trasladamos de ciudad o cuando comenzamos en un nuevo trabajo, podemos sentirlos solos. Se trata de una sensación pasajera que desaparecerá en el momento en que conozcamos y conectemos con nuevas personas.

Por el contrario, la soledad crónica es aquella que se ha instalado en nuestra vida. No se encuentra relacionada con unas circunstancias concretas, sino que deriva más bien de nuestras actitudes y miedos. Algunas personas, debido a malas experiencias pasadas, escogen la soledad para evitar enfrentarse al posible daño que pueden causarles las relaciones con otros. Así, esta situación de aislamiento viene manteniéndose desde hace tiempo y no se planea cambiarlo a corto plazo.

Contextual o global

No es igual una soledad circunscrita a un contexto específico que otra que abarque la práctica totalidad de nuestra vida. Podemos, por ejemplo, sentirnos solos en el plano afectivo de pareja, mientras gozamos al mismo tiempo de relaciones abundantes y significativas en otros ámbitos. Sería diferente el caso de aquellas personas que sufren la falta de contacto humano e interacción social de forma generalizada. Bien sea porque evitan este acercamiento o porque, por diversos motivos, no cuentan con esos vínculos.

Social, emocional o existencial

  • La soledad social hace referencia a la experiencia de sentirnos aislados o excluidos de un grupo, con independencia de que pertenezcamos o no a él. Así, si las personas de nuestros entornos cotidianos nos rechazan o no nos admiten en su círculo, podemos sentirnos solos. Lo mismo ocurrirá si no contamos con amistades o conexiones sociales que satisfagan nuestra necesidad de pertenencia.
  • La soledad emocional implica que nuestros vínculos no son significativos o no aportan un apoyo de calidad. Ocurre cuando, pese a estar rodeados de personas, no nos sentimos acompañados, comprendidos ni nutridos emocionalmente.
  • La soledad existencial es un concepto más trascendental, vinculado a la necesidad humana de otorgar sentido a nuestras vivencias. Cuando aparece este tipo de soledad, nos sentimos desconectados de todo y de todos, sintiéndonos incapaces de llenar un vacío que persiste pese a contar, al menos en apariencia, con todo lo que podemos necesitar.

Cabe señalar que la soledad no es necesariamente un estado o sensación de carácter negativo. Es una oportunidad para pasar tiempo con nosotros mismos, conociéndonos, escuchándonos o cicatrizando heridas que puedan dolernos. Nos ofrece también la oportunidad de recargar nuestra energías cuando el grado de estimulación social nos sobrepasa y, nos enseña a valorar, apreciar y agradecer nuestra propia compañía, de manera que no necesitemos mendigar la presencia de otros.

Sin embargo, debemos preguntarnos si realmente valoramos nuestra soledad o nos aferramos a ella por miedo. Estar a solas es sano y enriquecedor, pero todos necesitamos interactuar e implicarnos con otros. Por eso, no hay que temerle a la soledad pero tampoco aferrarse a ella para evitar las decepciones, el rechazo o el dolor.

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