Detrás de las personas desconfiadas hay inseguridad mientras actúan los mecanismos de unas emociones que no dejan ser, que obstaculizan y recortan potenciales. Es posible que su comportamiento nos cause extrañeza, mientras que a la mente nos venga aquello de «quien no se fía es que no es de fiar». Ahora bien, es necesario entender lo complicado que resulta a veces confiar al 100% en quienes nos rodean. Ninguna soledad es más profunda y dolorosa que la falta de confianza. Quienes la padecen, quienes hacen uso de esa conducta esquiva, rígida y con tendencia a la frialdad no son precisamente personas felices.
Las personas desconfiadas no siempre lo son por propia elección. Este tipo de perfil vive de forma constante bajo el velo del miedo. Porque si hay algo que teme es ser herido nuevamente. Por ende, no duda en alzar muros a su alrededor y colocar detectores para que nadie sobrepase esa línea de autoprotección.
Generalmente, el peso de una traición o decepción profunda dejó una marca en ellas que les impide volver a conectar; de ahí que vivan con la obsesión de protegerse, de alzar muros y marcar distancias. Gran parte de estos perfiles son el resultado de una decepción profunda, de una traición, de la negligencia de una infancia carente de apego y afecto. Cuando la conexión con quienes nos son queridos se rompe de manera traumática, resulta difícil volver a conjugar esta bella palabra: confianza.
Nuestro cerebro, como entidad social y programada básicamente para la conexión emocional, sufre cuando no tiene acceso a la interrelación, cuando carece, en esencia, de vínculos fuertes, generadores a su vez de espacios en los que sentirnos atendidos, queridos, valorados. Si esto falla, si no percibimos ese refuerzo positivo, y sobre todo sincero, nuestra inseguridad pasará a ser nuestra propia carcelera.
El neurólogo Jan Engelmann describió ese mecanismo neural que define a las personas desconfiadas. Hay personas que cronifican las emociones negativas surgidas a raíz de una decepción o una traición y ello, ese miedo constante, retiene la confianza de la persona.
Cuando una persona sufre en su piel el peso de las mentiras, las decepciones, el abandono o la traición, teme por encima de todo, volver a pasar por lo mismo. Bien es cierto que hay quien afronta y gestiona estas situaciones de manera efectiva. Son esas personas que aprenden de lo sucedido, pero que no se estancan en la emocionalidad negativa, asumen lo vivido, pasan página y se abren a otras experiencias.
Por el contrario, hay otros que se ciernen en el peso de la negatividad, en el «me siento estúpido y odio a todos» que expresó Darwin en su día. Este tipo de situación viene mediada sobre todo por una estructura cerebral muy concreta: la amígdala. Es ella quien coloca a las personas desconfiadas en un estado de hipervigilancia constante. Casi de manera automática empiezan a asociar casi cualquier detalle a una amenaza. Aplican categorizaciones, hacen uso de los sesgos, de los prejuicios y de un diálogo interno tan limitante y negativo que ellos mismos acaban «intoxicándose» de su propia angustia y desconfianza extrema.
Las personas desconfiadas quedan atrapadas a menudo en un agónico círculo vicioso. Son incapaces de confiar de nuevo en quienes puedan aparecer en su día a día. A su vez, su enfoque, su conducta y actitud, genera más rechazo a su alrededor. Ver cómo los demás se distancian eleva aún más su malestar y refuerza de nuevo el deseo de aislarse, de autoprotegerse.
¿Qué se puede hacer en estos casos?
Si respondemos nosotros a este mismo perfil, ¿qué deberíamos hacer para volver a conectar con autenticidad con quienes nos rodean? La respuesta es simple de decir y compleja de llevar a cabo: antes de confiar en los demás debemos confiar en nosotros mismos. No es un trabajo externo, no se trata de mejorar nuestras habilidades sociales, simpatía o nuestro carisma.
Se trata de conectar con nuestras partes rotas, con esa autoestima descuidada y la marca de esa decepción o herida del pasado que pervive en nosotros de manera intensa. Es un trabajo laborioso donde recuperar la identidad, donde validarnos en todos los sentidos y sobre todo, sentirnos merecedores de experimentar felicidad.
Solo cuando recuperemos la conexión con nosotros mismos, sintiéndonos fuertes y confiados, derribaremos esos muros que nos rodean para permitir nuevos accesos. Y lo haremos libres de miedos, sabiendo que la autoconfianza y la confianza en los demás es ese engranaje que facilita la vida y que todos deberíamos practicar con responsabilidad.