La fuerza de voluntad se define como la capacidad para dirigir y controlar las acciones propias.
Para el psicoanálisis, la voluntad no es una fuerza, sino la expresión de un deseo inconsciente. Solo cuando una persona es consecuente con su deseo, acude la voluntad. Si no es así, esa “voluntad le traiciona”. Los metafísicos y las religiones señalan que esa fuerza nace exclusivamente de la libre determinación de cada persona.
Las filosofías orientales, como el Zen, tampoco abordan la llamada “fuerza de voluntad” en sus prácticas. Sostienen que la misma es una autoagresión y que debe ser sustituida por el entendimiento y el amor, que son, finalmente, las fuerzas que llevan a la acción.
Aunque la fuerza de voluntad es una expresión que todos usamos sin pensar profundamente en ella. cierto es que se trata de un concepto frente al cual hay grandes controversias. Desde el punto de vista filosófico, tiene su origen en la metafísica, particularmente en Aristóteles. Desde allí, se introdujo en las diversas religiones occidentales, convirtiéndose en una virtud de primer orden.
Sin embargo, el psicoanálisis planteó serios reparos tanto al concepto de “voluntad”, como al de “fuerza de voluntad”, debido al descubrimiento del inconsciente. Los procesos conscientes son sólo como una “frazada o sábana” en la actividad mental. En realidad, los pensamientos y los actos están determinados por una fuerza que no es la de la voluntad, sino la del inconsciente.
Ese descubrimiento permitió explicar muchos hechos. Por ejemplo los episodios en los que una persona quiere decir algo, pero “sin quererlo”, termina diciendo otra cosa. También, el inconsciente es el responsable de los llamados “actos fallidos” (la persona se propone conscientemente hacer algo, pero termina realizando una acción muy diferente). Lo vemos todos los días en la vida cotidiana. Alguien que quiere llegar temprano a su cita, pero “sin querer” se retrasa o nunca llega. O los que quieren “poner lo mejor de si mismos en su trabajo”, pero terminan ocupándose de otras cosas. Por eso, muchas veces, suelen posponerse planes eternamente, decisiones de cambio que nunca se hacen realidad, o intenciones que jamás se convierten en actos.
Cuando hay propósitos definidos y conscientes, pero no llegan a convertirse en actos, la solución no está en forzarnos y obligarnos a actuar en determinado sentido. Este tipo de situaciones poseen un valioso mensaje. Existe “algo” que bloquea la voluntad para actuar en un determinado sentido. En realidad, no es que falle la fuerza de voluntad, sino que triunfa un deseo del que no tenemos conciencia. Tal vez esa compulsión nos habla de un deseo más profundo que reduce la “fuerza de voluntad” a cero.
Cuando lo que hacemos se opone a nuestra voluntad consciente, no se puede hablar de una debilidad de carácter, sino un síntoma del inconsciente. Cuando ese síntoma de descifrado y comprendido, se desvanece. Quizás necesitamos menos forzarnos y más comprendernos para lograr que las intenciones se conviertan en actos. Y que esos actos sean coherentes con lo que realmente queremos hacer de nuestra vida.