¿Existe una forma clara de demarcar lo que es patológico de lo que no lo es en Psicología? ¿En qué casos nos enfrentamos a una patología, en sentido fuerte y pleno de la palabra? ¿Y en qué casos estamos simplemente ante una característica atípica y/o disfuncional pero no estrictamente patológica en el sentido de enfermedad?
Por ejemplo, las personas que padecen fobias a las arañas domésticas, a los aviones o las alturas, ¿tienen un problema psicopatológico o se trata tan solo de hábitos poco prácticos en nuestro ambiente? Estas preguntas no presentan únicamente un interés teórico, sino que también conllevan importantes consecuencias prácticas. La manera en que clasificamos a las conductas en general y a los problemas psicológicos en particular, conduce a implicancias sociales directas para la persona y para las aplicaciones que abordarán tales patologías o problemas psicológicos, como quiera que se llamen.
Históricamente, la definición de la conducta patológica ha sido objeto de debate y controversias en las ciencias sociales y de la salud. La etiquetación de ciertas conductas como anormales, enfermas, patológicas o atípicas, entre otros nombres; condujo en muchas ocasiones a la estigmatización y segregación social de algunas minorías; un claro ejemplo es el de la homosexualidad. El concepto de enfermedad no es únicamente una definición científica, sino que se trata de una construcción social en el cual se entrecruzan diversos factores.
En la actualidad, las directrices más aceptadas internacionalmente para el diagnóstico psicológico se encuentran en el DSM, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Desórdenes Mentales, publicado por la Asociación Psiquiátrica Americana, el cual va por su quinta edición. En él vamos a encontrar a los desórdenes mentales agrupados en capítulos de acuerdo con algún eje común, por ejemplo, trastornos de ansiedad, disfunciones sexuales o trastornos alimentarios. Luego, cada diagnóstico mental puntual se define sobra la base de un conjunto de criterios, si el paciente cumple tales criterios, se le asigna el diagnóstico en cuestión. Si bien el DSM se autoproclama a-teórico, siempre se ha notado la influencia de algún enfoque psicológico, al menos por el vocabulario utilizado. Hoy el mayor influjo proviene de las neurociencias.
El DSM ha sido uno de los grandes avances en relación al establecimiento de diagnósticos psicológicos en muchos sentidos. En primer lugar, ha unificado criterios y vocabularios, esto condujo a una mejor comunicación profesional. Por otra parte, la definición más precisa de los desórdenes ha permitido la aplicación de tratamientos estandarizados a los mismos, con la consiguiente comparación en la efectividad de las intervenciones. Representa realmente todo un progreso que seguramente tenderá a profundizarse en el futuro.
Ahora bien, todos los que trabajan en clínica saben perfectamente que muchos pacientes no “encajan” en los criterios plateados. Hay algunos que consultan por problemas que simplemente no se mencionan en el DSM, otros cumplen algunos criterios de un cuadro, pero no todos como para recibir el diagnóstico; otros presentan un conjunto heterogéneo de problemas que responden a diferente patologías pero no poseen todos los rasgos como para dar un diagnóstico formal de ninguna.
¿Cómo debemos actuar en esos casos? ¿Cuál es la postura que adoptamos desde la Terapia Cognitivo Conductual?
Desde la biología y la medicina, la clasificación de enfermedad resulta relativamente más simple que en psicología. En términos sencillos, un órgano, sistema o tejido está enfermo cuando deja de cumplir la función para la cual está diseñado. Así, decimos que hay enfermedad si el pulmón deja de efectuar adecuadamente el intercambio gaseoso o el riñón deja de procesar líquidos y limpiar al organismo de toxinas. Conocemos la función del órgano, si la cumplimenta bien, está sano; si no lo hace está enfermo. Un tal criterio es mucho más difícil de aplicar en psicología.
¿Cuál es la función de nuestro cerebro? Si pudiéramos dar una respuesta acabada a esta pregunta tal vez tendríamos un principio para empezar a definir a la psicopatología con un criterio similar al de la medicina. Las funciones de nuestro cerebro son hablar, recordar información, leer, pero también amar y formar lazos sociales positivos y cariños como otros basados en el rencor por quien alguna vez nos lastimó. Nuestro cerebro tiene la función de sentir alegría frente a los éxitos, temor frente al peligro, entonces por ende, preocuparse e incluso obsesionarse…claro, también podríamos decir que el cerebro posee la función de caminar pues almacena tal información motriz. La lista se vuelve enorme, las funciones de nuestro cerebro son diversas y heterogéneas, se trata de un órgano maravilloso, el sistema más complejo hasta hoy conocido. Muchos resumen esta problemática diciendo que el “el cerebro procesa información”.
Existen casos en los cuales casi nadie duda de que el cerebro deja de cumplir sus funciones más importantes y que por ende, deben ser clasificados como psicopatológicos. Son ejemplos la esquizofrenia o el trastorno bipolar. En el primero, la persona escucha voces que no existen, tiene dificultades para razonar lógicamente y controlar sus impulsos más básicos. Sin ayuda, sin tratamiento, la persona con esquizofrenia deteriora gravemente su calidad de vida e incluso muere. Sin llegar a extremos tan graves, encontramos patologías como el trastorno bipolar, debido al cual la persona padece de variaciones anímicas marcadas sin causas ambientales. Así, en los picos de manía el paciente efectúa conductas en exceso como infidelidades y gastos exagerados con la tarjeta de crédito o juegos de azar. Contrariamente, en los momentos de depresión, no sale de la cama, abandona su trabajo, no cuida de sus hijos; obviamente frecuentemente existe el riesgo de suicidio. El trastorno bipolar se presenta en grados, pero incluso las formas más benignas de la enfermedad acarrean consecuencias perjudiciales para la calidad de vida del paciente.
Tanto la esquizofrenia como el trastorno bipolar constituyen ejemplos claros de patologías en sentido pleno dado que el cerebro no cumplimenta adecuadamente funciones básicas importantes relacionadas con el bienestar y la supervivencia del sujeto. Hoy existen criterios específicos para su diagnóstico, los cuales se encuentran descriptos en el DSM. Asimismo, contamos con protocolos de tratamiento para este tipo de cuadros, los cuales son plenamente utilizados en Terapia Cognitivo Conductual.
Los siguientes ejemplos se presentan en la consulta de un psicólogo que practica Terapia Cognitivo Conductual:
- Un hombre pide ayuda pues se encuentra en una relación paralela con una amante, la cual ha dejado de ser una aventura y comienza a cobrar una importancia tal que le hace dudar de la relación con su pareja, a la cual por otra parte, ama profundamente.
- Una mujer joven pide ayuda porque cuando está en su trabajo anhela regresar a casa, pero cuando está en casa se aburre y se siente sola.
- A un joven recibido recientemente le ofrecen un trabajo en su profesión pero en otro país. La oportunidad laboral es muy atractiva y probablemente no vuelva a presentarse pero cree que si se va, extrañará mucho su familia y sus amigos.
Tal vez los ejemplos anteriores podrían ser clasificados como desórdenes adaptativos, en el sentido de que se trata de reacciones exageradas a situaciones estresantes de la vida cotidiana. Por supuesto, que el mote de “exageradas” resulta muy subjetivo y discutible. De todos modos, dudosamente podríamos afirmar que estas personas padecen una patología psicológica.
Para entender nuestro cerebro y su funcionamiento, debemos tomar en cuenta las fuerzas evolutivas que actuaron durante millones de años en su formación. Así, el miedo o la ansiedad involucran todo un soporte somático de activación para escapar pues esto ha sido una ventaja adaptativa en tiempos prehistóricos donde la supervivencia dependía de correr rápidamente. Muchos de los miedos humanos actuales conllevan la impronta de nuestros tiempos en las cavernas. El miedo a los animales o los insectos constituye un “temor preparado”, en el sentido evolutivo del término. En tiempos prehistóricos, temer y escapar de animales o insectos facilitó la supervivencia. Lo mismo sucede respecto de las alturas, las aguas profundas o los espacios cerrados. Su valor adaptativo arcaico resulta fácil de ver.
Pero hay otros ejemplos menos evidentes. ¿Por qué a casi todas las personas les importa fuertemente la opinión incluso de desconocidos? ¿Qué peligro representa hoy para nosotros, por ejemplo, que algunos vecinos nos critiquen? O, complementariamente, como la otra cara de una misma moneda, ¿por qué nos agrada sentir que personas con las cuales tenemos poca o ninguna relación piensan bien de nosotros, nos admiran o nos envidian? La respuesta radica en que nuestro cerebro evolucionó en grupos humanos pequeños, de tal vez 30 a 50 personas, donde la opinión negativa de unos pocos podría representar ser expulsado al ostracismo. Sin necesidad de remontarnos miles de años atrás, pensemos qué destino podía tener un ser humano tan sólo hace unos 500 años, cuando algunos miembros de la comunidad creían que hacía brujerías…
Los ejemplos de miedos evolutivamente facilitados nos ponen en la senda de nuevo cuestionamiento a la definición de algunas patologías. Así, pensando en la fobia a las alturas, aguas profundas y animales, pero también a la crítica de los otros; ¿es razonable afirmar que alguien tiene una patología cuando simplemente el organismo está ejerciendo la función para la cual fue evolutivamente diseñado? Por ejemplo, ¿es lógico clasificar a alguien con un desorden mental porque teme viajar en avión? Definitivamente, nuestro cerebro (y todo nuestro cuerpo) no está adaptado para permanecer en espacios cerrados, de donde es difícil o imposible escapar, menos a 10 mil metro de altura. Claro está que el ambiente ha cambiado radicalmente y lo que fue adaptativo hace tan sólo 15 o 20 mil años atrás, hoy no lo es. Esta es la hipótesis psicopatológica conocida como del “mismatch”, que traducida al castellano significa “desencaje”. En esta línea, parte importante de la psicopatología nacería de la brecha que se establece entre los tiempos de la evolución biológica, muy lentos, respecto de los del cambio cultural, cada vez más vertiginoso. Por tal motivo, asistimos hoy a un aumento en la incidencia de desórdenes de ansiedad, depresión, estrés. Aunque suena atractiva y lógica, muchos han cuestionado no la idea básica acerca del “desencaje” debido al cambio ambiental, pues ella resulta casi una obviedad, sino el que los problemas psicológicos derivados sean una patología en sentido pleno, como lo es, por ejemplo, un desorden bipolar o un desorden por estrés postraumático. Así, si los seres humanos conquistamos el espacio en 500 años y establecemos colonias en Marte o algún otro planeta, ¿diríamos que tenemos una enfermedad porque por ejemplo, no podemos respirar la atmósfera de los nuevos mundos?
Los interrogantes planteados no son fáciles de responder, el debate continúa y hoy no termina de haber un consenso acerca de cómo trazar la línea entre lo que es y lo que no es patología mental.
El enfoque de la Terapia Cognitivo Conductual
Sin duda, los psicólogos cognitivo conductuales aceptan y toman en cuenta el DSM, su valor como medio de diagnóstico y comunicación profesional es indiscutible. Pero definitivamente no se trata de lo único que incorporan para las evaluaciones, ni siquiera es lo más importante. En Terapia Cognitivo Conductual, evalúan al caso por caso con una fuerte visión ideográfica, preguntándose predominantemente cuáles son las conductas problema y cuáles son los factores que la mantienen; esto se denomina “análisis funcional”. Independientemente de la entidad psicopatológica de un problema, los psicólogos actúan como agentes de salud que ayudamos a mejorar la calidad de vida de las personas, y no sólo a asegurar su supervivencia. Así, por ejemplo, si bien se trata de una fobia evolutivamente preparada, el miedo al encierro conduce a que la persona no viaje en avión, no suba a subtes o ascensores lo cual interfiere seriamente en los hábitos tan cotidianos como ir a trabajar. Por tal motivo, establecen una evaluación del caso, basándose en las hipótesis psicológicas científicamente validadas, e interveienen con protocolos que se han mostrado efectivos para el tratamiento del problema en cuestión. Tal vez, esta misma persona le tema a los caballos o los sapos, pero si vive en una ciudad no le representa ningún problema práctico; dudosamente etiquetaremos esto como una patología, menos aún recomendaríamos tratamiento.
Por otra parte, existen desórdenes que representan indiscutiblemente un claro ejemplo del fallo del cerebro en cumplir sus funciones más básicas, como ya hemos mencionado. Así, el trastorno bipolar, la depresión severa, la esquizofrenia constituyen casos en los cuales sin duda hay que intervenir. Entre los dos extremos, encontramos ejemplos dudosamente “patológicos”, pero que tampoco podríamos fácilmente calificar como sanos; allí están el trastorno de ansiedad generalizada o la fobia social. Así, tal vez un continuo desde los niveles más severos hacia los más leves puede resultar una buena conceptualización, un espectro psicopatológico gradual quizá sea preferible a la definición en compartimentos estanco. Finalmente, nos encontramos con casos en los cuales no hay patología pero sí merecen atención de un profesional de la salud mental, como las crisis vitales por una infidelidad o un duelo.
En síntesis, si bien en Terapia Cognitivo Conductual nos ocupamos de diagnosticar psicopatológicamente a los pacientes, para nada nos quedamos sólo con eso; menos aún somos presa de etiquetas nosológicas de dudosa validez. Contrariamente, evaluamos el caso por caso, con un fuerte énfasis ideográfico y ambiental, tomando muy en cuenta lo que la persona pide y desea. Y esto es independiente del diagnóstico formal que reciba o de que no reciba ninguno. No nos olvidemos que lo que más y mejor define a la evaluación conductual es el estar orientada a un cambio, de ahí que su esencia radique no tanto en la etiqueta diagnóstica sino en el análisis funcional.