Muchas veces, sin querer, o por estar “saturados”, nos sumergimos en una espiral de emociones destructivas que nos llevan a hacer y decir diversos tipo de cosas hirientes y/o agresivas. Sería algo así como “perder el control”, o como suele decirse en psicología : hacer un acting out. Esta situación que nos desborda puede hacer que más adelante problablemente terminemos arrepintiéndonos de los que hemos hecho.
Frente a una reacción ante lo sucedido, actuamos de manera desproporcionada, terminamos perdiendo la noción de lo que sucede y, recién nos damos cuenta de lo sucedido cuando la tormenta ha pasado. Los que se han dedicado a analizar cómo funciona y cómo lograr una “Inteligencia Emocional”, indican que, en cuestión de segundos nos volvemos irracionales, perdemos el control y estallamos o “explotamos”. Podría decirse como que nos encontramos bajo una especie de “hechizo” o que estamos “emocionalmente secuestrados”.
Para poder entender qué nos lleva a esta situación, debemos conocer cómo funciona nuestro cerebro y por qué tomamos decisiones sin siquiera un atisbo de control.
En nuestro cerebro tenemos un área del mismo, un sistema de alarma cerebral que se encuentra ligado al funcionamiento de la amígdala, una estructura con forma de almendra que se caracteriza por ser el banco de nuestra memoria emocional. Es allí donde se almacenan todas nuestras experiencias tanto de éxitos como de fracasos, temores o frustraciones y es la amígdala la que ejerce como centinela supervisando la información que recibimos en relación a las experiencias pasadas para perpetuar nuestra supervivencia. Si la amígdala detecta una situación peligrosa activa el botón del pánico y ya no hay más marcha atrás, pues anula (o secuestra) el funcionamiento de la zona del cerebro encargada de reflexionar y evaluar de forma racional lo que nos sucede, área más evolucionada, llamada sistema prefrontal. De manera que, cuando la amígdala toma el control, nos volvemos más instintivos y generamos respuestas más imprecisas que no han pasado por el filtro de lo racional para pelear por nuestra supervivencia como gritar, decir y hacer cosas que no pensamos.
Además, el estado de alerta generado desencadena la liberación de hormonas estresantes con la intención de provocar la lucha o huida, (cortisol y adrenalina). El problema es que estas hormonas permanecen en la sangre durante varias horas y si ocurre de nuevo una experiencia perturbadora aumentará su cantidad, pudiendo llegar a la ira o al pánico ante la menor provocación (esta es la fase en la que todo nos molesta, incluso el silencio).
Por eso, hay que tener especial cuidado cuando estamos alterados. Para volver al estado de reposo anterior a la oleada que nos ha desbordado; es necesario un buen repertorio de habilidades de gestión emocional. Por eso antes de que la bomba estalle es conveniente que aprendamos a detectar las señales que nos indican que estamos al borde de la explosión.
Una buena estrategia es identificar qué nos ocurre cuando estamos agitados, cuáles son esos síntomas físicos que empiezan a aparecer cuando las cosas no son como habíamos pensado. Por ejemplo podemos comenzar a sudar, se nos acelera el ritmo cardíaco, nos sube la temperatura. De esta manera, podremos saber cómo evolucionamos hasta que se produce el “secuestro emocional”.
A partir de saber identificar estas señales podemos darles un nombre para comenzar a racionalizar y buscar una vía de escape a esta emoción tan intensa que comienza a invadirnos ya sea a través de alguna actividad creativa: la gimnasia o el deporte, por ejemplo.
Otra recomendación implica contar hasta un número alto, porque cuando lo hacemos nos conectamos con la parte lógica de nuestro cerebro e impedimos que se produzcan respuestas impulsivas o incluso, centrar nuestra atención en la respiración para conectar con el presente y mantenernos calmados.
La cuestión es impedir que esta ira desmedida nos posea. Algo así como tomarnos un respiro.
Somos adultos y no podemos responsabilizar al otro de como reaccionamos o el daño que provocamos al hacerlo.