Lo malo no es la costumbre, sino convertir la costumbre en nuestra forma de vida. Cuando esto sucede, terminamos insensibilizándonos, emocional e intelectualmente. También nos volvemos miedosos y aprendemos a hacernos el sordo frente a las posibilidades de crecimiento y cambio. La telaraña de la costumbre es una trampa. Sin embargo, con el tiempo aprendemos a equilibrar los daños que esto nos causa, con los beneficios que nos provee. Y entonces, nos quedamos así indefinidamente. El hábito es como un cable; nos vamos enredando en él cada día hasta que no nos podemos desatar…
El cerebro humano es un órgano fabuloso, que viene diseñado principalmente para crear. A su vez, la creación es, en esencia, el camino que toma la inteligencia para resolver problemas. El cerebro humano está diseñado para el cambio, para la novedad y evitarlo tiene consecuencias intelectuales y emocionales. Las facultades intelectuales y el mundo emocional alcanzan su máximo colorido cuando tienen al frente una dificultad. La costumbre es una manera de delimitar el terreno de la experiencia. Una de las funciones de la rutina es reducir el rango de dificultades diarias a las que debemos enfrentarnos. Eso nos evita pensar y sentir en gran medida. Podemos movernos impulsados por la inercia. Es bueno que no nos toque pensar en cada cosa que hacemos, pero cuando llegamos al extremo de que ya tenemos todo decidido de antemano, comenzamos primero a aburrirnos y luego a deprimirnos.
¿Cómo saber si estamos siendo prisioneros de la costumbre?
- Dedicamos más tiempo a lo urgente que a lo importante: Llamamos “urgente” a aquello que implica un deber. La costumbre nos lleva a llenarnos de deberes, pero estos casi siempre están relacionados con el cumplimiento a otro, no a nosotros mismos. Es lo que, por lo general, nos urge a actuar. Caben allí los deberes laborales, académicos, familiares, afectivos, ideológicos, etc. Lo importante, en cambio, tiene que ver con aquello que de verdad determina nuestro bienestar y nuestro sentimiento de satisfacción con la vida. El tiempo de calidad con las personas que amamos, por ejemplo. O la reflexión que nos debemos a nosotros mismos sobre algún sentimiento que nos incomoda y no sabemos por qué. Para eso, finalmente, nunca tenemos tiempo.
- Pensamos que hay que conformarse con lo que tenemos: Cuando estamos atrapados en la telaraña de la costumbre, percibimos un malestar en nosotros mismos. Aunque la rutina nos lleve a que ya todo esté organizado y decidido de antemano, experimentamos alguna suerte de molestia porque esto sea así. Pese a esto, nos encargamos de silenciar esa voz que nos dice que algo no anda bien. Muchas veces terminamos diciéndonos a nosotros mismos que “eso es lo que hay” y que debemos conformarnos con ello. Alimentamos ese conformismo, escudándonos en ideas y premisas (como la “madurez”) que no siempre son tan razonables como parecen.
- Tenemos miedo al riesgo: Uno de los efectos más nocivos de la costumbre es que poco a poco nos vuelve excesivamente miedosos. Sin apenas notarlo, terminamos sintiendo temor por todo aquello que nos resulte poco familiar, o que implique algún tipo de cambio o novedad. Se apodera de nosotros cierto automatismo. Cada vez que nos enfrentamos a algo nuevo, se encienden las alarmas como si estuviéramos delante de una amenaza. No abordamos el cambio con entusiasmo y curiosidad, sino con prevención y miedo. Perdemos la apertura hacia lo diferente.
- Posponemos un cambio indefinidamente: Dentro de la telaraña de la costumbre también hay momentos en los que añoramos algo distinto. Pensamos que, tal vez, lograríamos llegar más lejos o nos sentiríamos más satisfechos si hiciéramos esto o lo otro. Si nos atreviéramos a emprender alguna actividad o nos animáramos a cambiar. El problema es que casi siempre terminamos poniendo esos sueños y esos proyectos en un cajón. Allí debe quedarse esperando hasta que haya condiciones más favorables, o se presente una oportunidad, o se cumplan determinadas condiciones, etc. Lo más probable es que, finalmente, esos sueños y deseos se queden guardados en ese cajón, para siempre.
- Predomina la falta de interés: Una de las señales nítidas de que estamos presos de la costumbre es el aburrimiento. Se manifiesta como un sentimiento de desinterés hacia todo. Nada nos entusiasma lo suficiente y nada nos apasiona decididamente. No vibramos ante la vida, sino que predominan unas emociones planas frente a la mayoría de las cosas. Sin ser plenamente conscientes de ello, comenzamos a vivir como si estuviéramos “quemando tiempo”. Terminamos asumiendo ese estado como si fuera natural y lógico, cuando no lo es.
La costumbre es una fuerza muy poderosa. No es negativa por sí misma, ya que contribuye a darnos estabilidad. Pero cuando se apodera de todo, se convierte en una red que nos atrapa y nos asfixia. No deberíamos ceder a ella. Pequeños cambios como tomar una ruta diferente, o comer algo distinto pueden ser un buen camino para empezar a salir de esa cárcel.