La generosidad y gratitud son dos conceptos importantes que denotan excelencia del carácter personal. Además, en cierto modo son complementarios. La relación entre estos dos conceptos se inicia con un proceso afectivo de “dar” un bien material, consejo o ayuda a otra persona sin esperar reciprocidad; la generosidad es una conducta prosocial que apunta a propiciar el bienestar de otra persona (beneficiado).
En los últimos años están saliendo a la luz nuevos estudios con datos que apoyarían los beneficios de practicar la generosidad. Algunos autores humanistas-existencialistas, especialmente Erich Fromm y Victor Frankl, hacen hincapié en los valores éticos y en el amor en sus diferentes variantes. En este sentido, Fromm afirma que los valores éticos y el amor constituyen una fuente de bienestar psicológico y una característica de la persona emocionalmente sana. Maslow (2001) habla de la «naturaleza generosa» del ser humano como opuesto al egoísmo y de la «generosidad sana». Afirma que existe relación entre la conducta generosa y la salud psicológica, ya que la conducta generosa procede de la «abundancia» y de la «riqueza interior». En cambio, la conducta egoísta es un fenómeno de pobreza interior, típica de personas neuróticas.
Desde el punto de vista ético, la gratitud es definida como una virtud moral que, como tal, denota buen comportamiento. Sin embargo, la definición, como comportamiento moral, obliga a agradecer por mandatos impersonales los beneficios recibidos. Reconocer y apreciar a la persona que nos brindó ayuda no supone que estemos en deuda con ella. Aunque muchos han sugerido que gratitud y endeudamiento son equivalentes, son esencialmente diferentes (Watkins, Scheer, Ovnicek & Kolts, 2006). La deuda obliga al deudor efectuar un pago al acreedor. Es importante subrayar que la acción del dador debe ser necesariamente generosa, y que no se trate de dar un beneficio en busca de recompensas. El acto generoso no busca adquirir acreedores con fines de satisfacciones egoístas.
La generosidad se ha estudiado especialmente en el contexto de la búsqueda científica del origen del altruismo. Además, en la actualidad varios estudios empíricos estiman que es un buen indicador de salud mental. El sentimiento de comunidad también reside en la base del bienestar psicológico, razón por la que su ausencia constituye un indicador de un ajuste psicológico deficiente y de trastorno mental. Cuando el niño no logra desarrollar cierto grado de sentimiento de comunidad -como resultado, por ejemplo, de una educación demasiado autoritaria o demasiado consentidora, entre otros factores-, surgen sentimientos de no pertenencia, de insuficiencia, de inferioridad, el famoso complejo de inferioridad. Estos sentimientos son difíciles de tolerar. Por ello, la tendencia habitual es la de compensarlos y sobrecompensarlos con lo que Adler denomina «afán de superioridad o afán de poder», aspecto que según la Psicología Adleriana estaría en la base de cualquier trastorno psicológico.
La persona con sentimientos de inferioridad -y, por lo tanto, con un sentimiento de comunidad deficiente- desarrollaría lo que Adler llama «disposición neurótica» (Adler,1912/1993). La disposición neurótica puede tener varias manifestaciones, que hoy quedarían definidas, con más precisión, en el neuroticismo -como rasgo de personalidad-, además de en los trastornos psicosomáticos y trastornos de la personalidad. A partir de esta supuesta inferioridad, nace una distorsión de la vida emocional: el neurótico ya no es capaz de relacionarse con los demás de manera natural, espontánea; por el contrario, para compensar ese sentimiento de inferioridad, intenta constantemente alcanzar triunfos fatuos. Cuando se acentúa esta disposición o en ella convergen problemas psicosociales, pueden aparecer deformidades de carácter, como: la avaricia, el rencor, la malicia, la crueldad, etc. Y todo ello, para escapar del sentimiento insoportable de sentirnos inferiores o menospreciados.