“A veces somos demasiado testarudos para admitir que tenemos necesidades porque en nuestra sociedad la necesidad se equipara con debilidad. Cuando volvemos hacia dentro nuestra ira, ésta suele expresarse como sentimientos de depresión y de culpa.” -Elisabeth Kübler-Ross-
Existen emociones desagradables, como el enojo, la rabia y la ira, que esconden mensajes reveladores. Estas emociones nos están transmitiendo algo muy profundo sobre nosotros: miedos que somos incapaces de reconocer y aceptar.
Vivimos bajo una presión social, donde los miedos están considerados como una vulnerabilidad, algo que nos hace débiles. Tenemos esa creencia que nos hace enterrar nuestros miedos a nuestro subconsciente. Es así como se revela bajo la apariencia de ira ante situaciones que escapan de nuestro control, que forman parte de nuestros temores más profundos. Las trampas de nuestros pensamientos nos empujan a caer, una y otra vez, en el enojo, la rabia y el malestar. Acabamos así por encontrarnos a merced de nuestros razonamientos, al quedarnos con un análisis consciente y superficial de nuestros miedos.
Estamos más habituados a ver personas enojarse, que a ver personas capaces de reconocer sus miedos. Nos obstinamos en la ira, manifestándola ya sea hacia nosotros mismos (produciendo respuestas psicosomáticas), o exteriorizándola. En el segundo caso, la proyectamos hacia los demás basándonos en la creencia de que ha sido otra persona o una situación lo que nos ha hecho sentir ese gran enfado convertido en ira. Gestionar la ira tampoco nos resulta sencillo, aunque sí estamos más familiarizados con ella que con el miedo. Se encuentra a un nivel más superficial y es por eso que en ella se ocultan otros asuntos, aquellos que no hemos atendido o que no estamos preparados para afrontar. Nuestros temores no afrontados se convierten en ira, y podemos permanecer en este estado durante mucho tiempo, si no estamos dispuestos a profundizar en su raíz.
Cuando el enojo se presenta en nuestras vidas y no entendemos sus causas, comenzamos a darle vueltas sobre lo ocurrido, intelectualizamos la emoción y acabamos por no permitirnos sentir la rabia y el dolor. No los entendemos, los consideramos desproporcionados, injustificados y sin sentido, en muchas ocasiones. Nos atrevemos a juzgar lo que sentimos con la pretensión de no sentirlo. Les restamos valor y los vamos guardando en nuestro sótano interno. Lo cierto es que aparecen por una razón aún más profunda y estamos anulando toda posibilidad de comprender y atender dicha razón. Nuestra tendencia habitual es la de separar la mente de las emociones, dejando que sea la mente quien se encargue de apaciguar lo que sentimos, olvidándonos así de nuestro cuerpo y nuestros sentimientos.
Tenemos un repertorio de miedos bastante grande, que han sido alimentados desde nuestra infancia, reforzados por la sociedad y ampliados por nuestra falta de auto-conocimiento. No cabe duda de que los responsables y los encargados de atender estos miedos somos nosotros mismos. Cuando somos capaces de responsabilizarnos de nuestros miedos, somos a su vez capaces de no juzgarnos ante lo que sentimos y experimentamos. Es en este punto es cuando ya no tenemos la necesidad de culpar, manipular y mentir. Al darnos cuenta de que nos somos los responsables de lo que sientan los demás, ya que solamente lo somos de lo que sentimos nosotros.
Los miedos están arraigados a enfados que son recurrentes. Algunos ejemplos:
- Enojarse porque alguien no haya llegado puede estar indicando un temor al abandono.
- Enojarse por algo que nos hayan dicho y no nos gustó, puede indicar miedo a la falta de reconocimiento o a que ya no nos amen.
La rabia es el extremo desadaptativo del enojo. Esta última es considerada una emoción sana, básica y universale, es decir, que nos ayuda a resolver los problemas con los que nos encontramos y que todos las sentimos en algún momento de nuestra vida. El enojo tiene la función de protegernos de aquello que es suceptible de hacernos daño. Así, podríamos decir que es necesario enojarse cuando la situación lo demanda, marcar límites coherentes con el mundo y con los demás y expresar nuestras expectativas y necesidades. Cuando acumulamos muchos enojos no expresados, estamos lejos de sentir esta emoción en nuestro cuerpo y nos cuesta mucho más controlarla. Acabamos estallando y entonces es cuando surge la rabia.
La rabia ya no es funcional, ya no nos ayuda sino que entorpece nuestras acciones, encaminadas a la consecución de nuestras metas. Nos hace sentirnos muy mal a nivel emocional, por no hablar de lo perjudicial que es para nuestras relaciones sociales en general. Lo que ocurre es que por miedo a sentir dolor, por temor a sufrir, aguantamos hasta que la emoción dice: BASTA y, necesita ser expresada. Nos llenamos de molestias no comunicadas y de demandas no desahogadas. Así, acabamos iracundos, lo que nos hace parecer personas hostiles y agresivas. Los demás dejan de tomarnos en serio o bien, a su vez, se enojan con nosotros y la manera agresiva de expresar nuestro dolor nos hace perder la razón que en principio podría estar de nuestro lado.
La persona rabiosa, aunque pueda parecer dura, con las cosas claras y que impone respeto allá por donde pasa, en el fondo es un ser muerto de miedo. Necesita usar esa manera de expresarse, esa ira, para defenderse de algo que puede hacerles daño o sufrir. Tienen mucho miedo de caer en el sufrimiento y utilizan la estrategia de la ira para librarse de él. No ver cubiertas sus expectativas, necesidades o demandas les da mucho miedo, porque eso significa que no siempre el mundo, la vida o los demás van a hacer las cosas como les gustaría. No siempre los demás van a actuar para nuestro beneficio y no siempre nuestra vida va a ser fácil y cómoda, porque la vida casi nunca es fácil ni cómoda.
La persona iracunda interpreta que, al no ser estas exigencias satisfechas, se encuentra en una situación de peligro. Ese supuesto peligro les da miedo y ese miedo envía la señal al cuerpo de llevar a cabo la respuesta de lucha en la que está implicada la defensa del yo. Si es necesario, el airado llevará a cabo cualquier estrategia que considere que le puede salvar: gritar, intimidar, romper cosas, insultar… Quizás, con este comportamiento “cree” que las cosas van a cambiar y, que los demás actúen como necesita que lo hagan o que el mundo gire en el sentido que le beneficie. Pero al final resulta que no es así, sino que esta persona acaba encontrando más problemas: peleas familiares o con amigos, malestar estomacal, tomar drogas para evadirse, etc…
Enojarse sí es beneficioso y nos permite tener relaciones sociales más saludables aparte de una gran liberación emocional para nosotros mismos. Pero, para eliminar la rabia es necesario, aceptarla, abrazarla y querer sentirla (como ocurre con todas las emociones) . Para ello, podemos retirarnos a una habitación tranquila, cerrar los ojos y dejarla estar en nuestro cuerpo, hacerle su propio espacio, darle nombre, forma y color de manera que sintamos que existe y la observemos. Ser conscientes de que existe y aceptarla no significa juzgarla. Precisamente juzgar las emociones es una de las cosas que hace que aumenten, ya que volvemos a repetir el círculo vicioso de “enrrabiarnos” con la misma emoción por interpretarla como peligrosa.
Una vez aceptada la emoción y que su intensidad haya disminuido, podemos comenzar a cuestionar nuestras exigencias hacia el mundo y hacia los demás. Para ello podemos hacernos algunas preguntas: ¿Qué me estoy diciendo a mi mismo que me hace sentir esta rabia? ¿Qué estoy exigiendo? ¿Son realistas o irrealistas estas exigencias? ¿Pueden las personas actuar como les plazca o han de sucumbir a mis deseos? Podemos hacernos preguntas a nosotros mismos hasta que encontremos nuestras exigencias absolutistas y decidamos que tenemos que cambiarlas por deseos y preferencias, aceptando que aunque querramos que algo suceda, puede que, realmente, no suceda.
También, es importante descubrir ese miedo que está dentro de nosotros y ver qué necesidad tenemos que no se ha cubierto. Quizás es algo que viene denuestra infancia, como una necesidad de amor, de seguridad o, puede ser una necesidad más presente, relacionada con el amor, la familia o el trabajo.Una vez identificada, es bueno escribirla, sacarla hacia afuera, hacerla consciente y al igual que sucede con las exigencias, cuestionarla para darnos cuenta de que ya no necesitamos todo eso que creemos necesitar. Si esa necesidad que tienes no es cubierta, no ocurrirá nada terrible como puedes pensar, ya que no se trata de una necesidad realista.