Los distintos tipos de apego nos demuestran un hecho a menudo observable: el modo en que nos criaron influye en la forma en que nos relacionamos con nuestro entorno e incluso en cómo construimos nuestras relaciones afectivas. Así, el tipo de apego que establecimos con nuestros cuidadores tiene un impacto directo en cómo nos sentimos de seguros o en cómo manifestamos el miedo o la ansiedad.

Hay quien piensa que nos estamos acostumbrando demasiado a hablar sobre nuestras relaciones en términos de apego. Sin embargo, el tema de la vinculación humana sigue suscitando a día de hoy un interés clave en las ciencias del comportamiento. La gran mayoría de nosotros queremos entender por qué determinadas personas (e incluso nosotros mismos) llevamos a cabo determinadas dinámicas en el seno de una relación o incluso en la crianza de los propios hijos.

Las primeras experiencias en nuestra infancia dejan una impronta profunda, lo sabemos. Es realmente importante para el ser humano establecer una vinculación fuerte y óptima entre el niño y sus padres durante esos primeros años de vida. Así, un estilo de apego afectivo seguro favorece (en un alto porcentaje de los casos) un desarrollo emocional saludable.

El apego en los niños

Todos venimos al mundo siendo felices. Nacemos con una predisposición natural al bienestar, la alegría y el optimismo. Sin embargo, en algún momento de nuestra primera infancia puede suceder algo que nuestros genes no esperan: aparece el miedo, la inseguridad, la sensación de desamparo y entonces, la vida se «ensucia». Nuestra inocencia queda empañada e incluso mancillada. Más adelante, tendremos la obligación de limpiar todo aquello que una crianza deficiente emborronó pero, hasta entonces, ese niño experimentará los efectos directos del tipo de vínculo que establece con sus padres.

No podemos olvidar tampoco que es durante los 2 primeros años de vida de un bebé, cuando mayor implicación tienen los patrones de apego entre él y sus papás. Si al menos uno de los dos es capaz de responder a las necesidades del pequeño, este tendrá mayores probabilidades de tener un desarrollo social y emocional óptimo. Por el contrario, si ambos padres descuidan sus responsabilidades, si no hay proximidad, contacto y ese tipo de nutriente afectivo que alivia angustias, miedos e inseguridades, ese niño sufrirá los efectos de este marco de crianza tan deficitario. Veamos por tanto qué tipos de apego podemos desarrollar en la infancia.

1. El apego seguro

Según los expertos en psicología del desarrollo, es entre los seis meses y los dos años cuando mayor trascendencia tiene el tipo de vínculo con el que un pequeño está siendo criado. De este modo, si el adulto está en sintonía con el bebé, si es sensible a sus necesidades, si es receptivo y da forma a una interacción consistente y altamente afectiva, estaremos por tanto ante la construcción de un apego seguro. De entre los distintos tipos de apego, este es el más saludable. A partir de los dos años empezamos a ver cómo ese niño empieza a abrirse al mundo para explorarlo de un modo más independiente, feliz, seguro y optimista. Ese pequeño se siente validado emocionalmente, además de seguro para relacionarse con lo que le rodea porque cuenta con esas figuras de referencia que están pendientes de él.

2. Apego evitativo

Un niño de dos años en el que predomina un estilo de apego evitativo podría llegar a dos conclusiones. La primera, que no puede contar con sus padres para satisfacer sus necesidades, un pensamiento que siempre es fuente de sufrimiento. La segunda: si quiere subsistir en su entorno, debe aprender a vivir con un amor deficiente, pobre y casi inexistente. Esas migajas afectivas hacen que se sienta muy poco valorado y que incluso llegue a pensar que lo mejor es evitar toda relación de intimidad. Experimentar, desde bien temprano, que quienes más deberían amarte son quienes más daño te hacen, implica pasar a toda posibilidad de relación por este filtro: la tendencia será ver cualquier tipo de relación emocional como una fuente de desconsuelos y desilusiones que es mejor evitar.

3. Apego ambivalente o ansioso

Este es otro de los tipos de apego más dañinos y desgastantes que también podemos encontrar. Algunos adultos establecen con sus hijos un vínculo tan inconsistente como defectuoso. A veces, sus respuestas son las apropiadas, sus dinámicas son afectuosas y capaces de nutrir cada necesidad de sus pequeños. Ahora bien, al cabo del rato, pueden aplicar una interacción tan intrusiva como insensible y poco ajustada. En este caso, los pequeños criados bajo este tipo de apego desarrollan conductas de elevada ansiedad e inseguridad. Experimentan ansiedad porque no saben qué tipo de respuesta van a tener. Todo ello hace que a menudo, estos pequeños se sientan recelosos y desconfiados y, al poco, actúen con terquedad, rabia y desesperación…

4. Apego desorganizado

Suele tener un origen muy concreto. Hablamos de entornos patológicos, de familias donde se dan dinámicas abusivas, agresivas y de maltrato físico o emocional. De este modo, cuando un pequeño experimenta estas amenazas queda atrapado en un eterno dilema. Por un lado, está su instinto de supervivencia: sabe que ese entorno no es seguro para él. Sin embargo, no conoce otra cosa, no tiene acceso a otro entorno, a otras figuras afectivas y por tanto, sigue unido a esos mismos padres que no están ejerciendo de forma correcta sus responsabilidades. Todo ello tendrá sin duda un severo impacto en su desarrollo social, emocional y, cognitivo.

El apego en los adultos

El tipo de crianza que recibimos en nuestra infancia, determina en gran parte de los casos, en el modo en que construimos nuestras relaciones afectivas.

1. Personalidad segura

Las personas que formaron vínculos seguros en la infancia con sus padres, tienen una mayor probabilidad de establecer patrones de apego seguros en la edad adulta. Ello se traduce en las siguientes dimensiones psicológicas.

  • Mayor autoestima y seguridad en sí mismos para establecer relaciones sólidas.
  • Tienen una visión positiva de sí mismos, y ello les ayuda a buscar parejas afectivas con las que construir vínculos igual de seguros, positivos y significativos.
  • Sus vidas son equilibradas: valoran su independencia y a su vez, la importancia de establecer relaciones cercanas, fuertes y felices.

2. Personalidad evitativa

Experimentar en la infancia un tipo de apego evitativo, deja huella. De este modo, es común que den forma a las siguientes conductas en la edad adulta:

  • Son personas solitarias, perfiles que ven las relaciones (ya sean de amistad o afectivas) como lazos de poca trascendencia. Desconfían, no se abren emocionalmente, son esquivas e incapaces de satisfacer las necesidades de los demás.
  • Son frías, cerebrales y hábiles a la hora de reprimir sus sentimientos. Su respuesta típica cuando hay algún problema, conflicto y discrepancia es casi siempre la misma, no responsabilizarse, poner distancia y huir.

3. Personalidad insegura

Crecer con un tipo de apego ambivalente/ansioso respecto a nuestros progenitores también puede moldear nuestra personalidad adulta. Es común que desarrollemos cierta inseguridad, una elevada autocrítica, baja autoestima… Además, en el campo relacional es habitual que surjan a su vez grandes dificultades. Se busca (y necesita) la aprobación de la pareja afectiva. Tememos perderla, tenemos la sensación de que a la mínima nos rechazarán, que seremos traicionados, etc. Todo ello hace que acaben construyendo relaciones altamente dependientes. Ahí donde la propia persona, dada su inseguridad casi patológica, acabe siendo la principal enemiga de su relación afectiva.

4. Personalidad temerosa

Las personas que crecieron con un apego desorganizado tienen un problema esencial: la presencia de un trauma no resuelto. Esa infancia de abuso y maltrato genera una descomposición interna. Son perfiles fracturados emocional y psíquicamente que difícilmente podrán establecer una relación afectiva saludable y feliz. Una infancia donde quedaron reprimidos muchos sentimientos y donde se vulneraron otros, genera un presente condicionado por un ayer donde no es fácil establecer una conexión auténtica con los demás. Hay miedos, competencias emocionales que aún no han sido desarrolladas, hay baja autoestima, sombras de las que huir y necesidades no nutridas ni satisfechas. En estos casos, lo recomendable sin duda es llevar a cabo una buena terapia y reconstrucción personal para poder establecer más tarde vínculos más seguros y satisfactorios…

Conclusión

La psiquis, al igual que los huesos fracturados, tiende a la recuperación. Una infancia traumática no tiene por qué determinar una vida de infelicidad. Más allá de los tipos de apego en los que fuimos criados está nuestra percepción personal, nuestra capacidad de cambio y nuestra resiliencia. No somos máquinas ni todos nos limitamos a perpetuar los mismos patrones afectivos que recibimos en nuestra infancia. Nuestras mentes y nuestro cerebro están claramente orientados a la recuperación. Somos entidades libres y organismos capaces de hacer grandes cambios para subsistir y crear realidades afectivas más íntegras y acordes a nuestras necesidades.

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