Aunque pareciera mentira, la especie humana es una de las más frágiles de la naturaleza. Cuando un bebé nace, necesita de su madre de forma casi absoluta para poder sobrevivir. El cachorro de un león, un pez o hasta una lagartija vienen mejor preparados para independizarse pronto. En nosotros, el apego es muy importante. Se ha comprobado que esa necesidad de los demás no está orientada solamente a las necesidades básicas, como nutrición o calor. También, existe una profunda necesidad afectiva desde el comienzo de nuestras vidas: los bebés que no son acariciados suelen enfermar y morir.

Actualmente, sabemos que el apego se crea desde el primer momento de nuestro nacimiento con ambos progenitores y continúa el resto de nuestras vidas. Esto es así porque el apego hace referencia a los vínculos emocionales que creamos con otras personas a lo largo de nuestra vida, primero con nuestros padres, y después con nuestros amigos, pareja o nuestros propios hijos.

Es indiscutible la necesidad que todos tenemos de los demás. Como especie, nos necesitamos. Palidecemos o morimos si no hay otro ser humano a nuestro lado. Sin embargo, hay una gran diferencia entre ese vínculo instintivo que garantiza nuestra supervivencia y las dependencias neuróticas que a veces desarrollamos en la vida adulta.

El apego a las figuras de cuidado durante la infancia es el soporte de nuestra seguridad emocional. Por paradójico que parezca, solamente logramos alcanzar la autonomía, si podemos experimentar la completa dependencia. El mecanismo es simple: si durante la infancia contamos con alguien a quien podemos acudir siempre en busca de protección, desarrollaremos un sentimiento de confianza frente al mundo y a los seres humanos. Eso permite alcanzar la independencia emocional en la vida adulta.

Todos necesitamos de una madre, o de alguien que haga sus veces, durante la infancia, pero no siempre esa figura está ahí. A veces, ella trabaja y tiene que dejar a su pequeño en una guardería o un jardín de infantes desde muy temprana edad. En otras ocasiones, ella está tan ocupada de sus propios problemas que no tiene la disposición para estar ahí plenamente y de corazón, cuando su bebé la necesita o tiene que ocuparse de nuestros hermanos, aún si la necesitábamos desesperadamente solo para nosotros. También, puede ocurrir que se sienta tan ansiosa en su condición de madre, que vuelca sobre su hijo las inseguridades que la atormentan; entonces, lo protege de más, como si el mundo fuera una constante amenaza.

En esos casos, y otros similares, crecemos con una sensación de vacío afectivo. Nos angustiamos excesivamente cada vez que debemos enfrentar una situación solos, o cuando tenemos que tomar una decisión libre. Y también, secretamente, añoramos encontrar una figura que sustituya a esa madre que no estuvo, o que en un momento dado faltó. Por eso, tratamos de encontrar una pareja que nos dé todo, sin esperar nada. Le demandamos una entrega incondicional y nos sentimos profundamente frustrados ante cualquier señal de indiferencia o desapego. Vivimos para el miedo de perder a esas personas que, suponemos, repararán la falta que llevamos dentro.

El apego a otras personas es importante y necesario a lo largo de toda la vida. Desde que nacemos hasta que morimos necesitaremos de otros para poder garantizar nuestra salud física y emocional. El problema aparece cuando esa necesidad se transforma en ansiedad. Cuando sentimos que si nos dejan solos volveremos a ser ese pequeño indefenso, que se queda paralizado frente a un mundo amenazante.

Para sortear esa ansiedad algunas personas pueden emplear diferentes estrategias:

  • Buscar una figura que sea portadora de esa imposible promesa “siempre estaré ahí, nunca te dejaré solo”.
  • Optar por lo contrario: evitar a toda costa crear lazos de dependencia con otros, de modo que jamás volvamos a sentirnos abandonados.
  • Podemos volvernos desconfiados, recelosos y excesivamente exigentes. Les pediremos a las personas mucho más de lo que pueden dar. Y renegaremos eternamente de sus faltas, sus carencias, sus limitaciones. Como si fuéramos un pequeño dictador frustrado por no poder controlar a los demás a nuestro antojo

En todos estos casos, el sufrimiento va a ser la constante: sufriremos para conservar a ese benefactor que nos “adoptó”, bien sea una pareja, un jefe, un amigo, etc. Sufriremos por la soledad de no poder establecer vínculos íntimos con los demás. Sufriremos al no ser capaces de valorar a los demás seres humanos tal y como son.

Los seres humanos podemos tener 30 o 50 años y aún así mantener los mismos temores que teníamos de chicos. Quizás sea buena idea reflexionar sobre esos vacíos de infancia que nos llevan a los apegos neuróticos en el presente. Es posible que en algún punto de nuestra vida adulta seamos capaces de renunciar a ese deseo imposible de contar, de una vez y para siempre, con alguien que se comporte como la madre ideal que nunca tuvimos. Aunque el apego recibido en la infancia no fuera el más adecuado, todos podemos superar esa carencia que experimentamos en esa temprana etapa de nuestra vida.

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