Durante los años 50 en el siglo XX, Roland Kuhn descubrió el primer antidepresivo de la historia, la imipramina, los directivos de Geygi dudaron si ponerla en mercado porque la depresión era una enfermedad muy rara. No creían que tendría éxito comercial.

Hoy la depresión es una epidemia, uno de cada veinte argentinos sufre depresión, enfermedad que crece en el mundo de manera alarmante y es un factor de riesgo de infarto, de ACV y de deterioro cognitivo temprano.

Más allá de la manera en que afecta la calidad de vida de las personas que la sufren, la depresión desde hace tiempo preocupa como causa de discapacidad y de ausentismo laboral. Unos ocho millones de argentinos recurren a psicofármacos para superar trastornos de ansiedad, insomnio, nerviosismo o estados depresivos.

Es muy importante que nos interroguemos como en medio siglo la depresión pasó a ser una enfermedad tan común.
Muchos artículos médicos y sociológicos hablan de la “invención de las enfermedades mentales” o “patologización de la vida cotidiana”, y que podemos correr el riesgo de minimizar problemas tan serios como la depresión. La depresión es un trastorno especialmente insidioso y destructivo.

Según la OMS, no sólo se trata de la principal causa mundial de discapacidad, sino que afecta a 350 millones de personas y está detrás de 800.000 muertes cada año.

En la actualidad, la depresión es toda una “epidemia”, la melancolía es uno de esos trastornos psiquiátricos tan viejos que ya fueron diagnosticados por Hipócrates y la medicina griega clásica. Los griegos hablaban de humores oscuros del hígado.

Desde el siglo XIX, la tradición diagnóstica europea separaba la mayor parte de trastornos del ánimo de la melancolía profunda e incluía esta entre las enfermedades que acaban por consumir a la persona (como la demencia senil). A principios del siglo XX, la práctica psiquiátrica ya diferenciaba claramente entre depresión endógena o melancólica (que afectaba a entre un 1 y un 2% de los pacientes) y la reactiva o neurótica (mucho más común) que era producto del estrés, la pérdida o el dolor. En 1980, el DSM-III cambió la forma en que concebíamos la depresión. Pasa de un modelo etiopatogénico (que se preguntaba por la causa de la enfermedad) a uno semiológico (se asentaba en la sintomatología).

En estos últimos años, un buen número de historiadores han insistido que ese cambio y la presión comercial de las farmaceúticas nos han llevado al sobrediagnóstico actual de la enfermedad. Cuando se realizan opiniones de este tipo se piensa desde la ‘iatrogenia’; es decir, de un sufrimiento o daño para la salud causado por los propios profesionales sanitarios. La crisis actual de opiáceos en EEUU demuestra que, lejos de ser pura conspiración, los laboratorios farmacéuticos y sus ganancias millonarias.

Sin antidepresivos ni terapias conductuales efectivas, la depresión era tristeza profunda, pena negra que brota, humores negros del hígado. La tristeza existía entre nosotros y no había nada que pudiéramos hacer para evitarlo.

La tolerancia a emociones normales, pero dolorosas ha caído en Occidente. Y puede ser verdad. Pero olvidan dos cosas fundamentales: que, por primera vez en la historia de la humanidad, podemos prescindir de ellas y que no es un problema personal, el mundo moderno ha tendido a priorizar el productivo optimismo y ha olvidado cómo convivir con la tristeza. Llegados a este punto nos damos cuenta de que, si queremos aprender a separar mejor la “enfermedad” de la “normalidad”, no se trata solo de impugnar el sobrediagnóstico depresivo, sino de reivindicar la tristeza.

Muchos autores definen a “La tristeza”, como que promueve la reflexión personal después la pérdida. Centrada nuestra mirada en nosotros mismos, promueve la resignación, invita a la aceptación. Nos permite perder tiempo para actualizar “nuestras estructuras cognitivas”; es decir, para acomodarnos a la pérdida. Esa función reflexiva de la tristeza nos permite detenernos. Y sopesar acciones, revisar nuestras metas, modificar nuestros planes. La excitación fisiológica disminuye y nos hace más proclives para para el pensamiento lento. Además, nos conforma como grupo. Provoca simpatía, empatía y altruismo en los demás.

Hoy en día, la depresión se trata de la principal causa mundial de discapacidad y su coste económico es de varias decenas de miles de millones de dólares solo en Estados Unidos. Además, es profundamente dolorosa. Parece lógico (y humano), que haya una presión cultural para eliminar todo lo que tenga que ver con ella. Incluída la tristeza. Pero no permitirnos vivenciar la tristeza es anestesiar algo profundamente humano, es excluirnos de la condición de aprender, de madurar y de ser felices.

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