Pocas cosas siembran tanto la desconfianza como las mentiras. Ninguna persona quiere estar en compañía de un mentiroso. Lo cierto es que en el plano social tenemos algunas mentiras justificadas, las conocemos como mentiras blancas y todas las personas las usamos en alguna u otra medida. El 60 % de las personas adultas no puede tener una conversación de más de diez minutos sin decir una mentira. Eso en el caso que se conozcan con anterioridad, porque de lo contrario, si es la primera vez que se hablan, el promedio asciende a tres mentiras durante los primeros diez minutos. Parece que una de las verdades más incómodas es que el ser humano miente casi desde que nace.

En la actualidad, mediante el uso de las redes sociales (Facebook, Instagram,Twitter, etc) las cifras se multiplicaron, ya que proporcionan un marco en el que las oportunidades de decir mentiras son mayores y tienen mucha más difusión. Aunque muchos culparán a los medios digitales como responsables de las mentiras vertidas en ellos, lo cierto es que simplemente han amplificado la disposición humana a contar mentiras.

Casi desde que los niños aprenden a hablar, comienzan a usar palabras para engañar. Se comienza con las mentiras más simples que se desarrollan entre los 2 y 3 años, para llegar a los 4 siendo capaces de elaborar mentiras mucho más sofisticadas. En psicología del desarrollo esto, aunque parezca una contradicción, se considera un signo de inteligencia social. Los niños, y muchos adultos, manejan de forma natural mentiras blancas, consideradas como meras instrucciones inofensivas destinadas a salvaguardar los sentimientos propios y ajenos. Digamos que podrían ser consideradas como el lubricante que suaviza el engranaje que hace funcionar a la sociedad.

Como humanos, no nos diferenciamos por decir verdades o mentiras. Serían el grado y el tipo de mentiras que decimos lo que realmente nos diferenciaría a unos de otros. Desde un “estoy bien”… cuando en realidad nos sentimos pésimo, inventar una excusa por llegar tarde, hasta la mentira más cruel e interesada, poseemos todo un espectro de grados y tipos de mentiras. Parece que la necesidad de encajar en las expectativas de los demás es lo que mueve al ser humano a mentir. Además, vivimos, crecemos y educamos en una pura contradicción. Se les dice a los niños que no deben mentir, al tiempo en que les insistimos en que simulen alegría ante un regalo de cumpleaños de la abuela, aunque este no les guste. Nuestra sociedad podría derrumbarse si no pudiéramos confiar en que las personas a nuestro alrededor no mienten, pero probablemente la sociedad tampoco se sostendría si siempre dijéramos la verdad.

Las mentiras compulsivas

Hay personas que, más allá del uso de las mentiras blancas, adornan sus vidas con una serie interminable de anécdotas, datos o historias inventadas o falseadas de alguna manera y que no se corresponden con la realidad. Son personas que se han vuelto adictas a sus propias historias fantásticas porque sufren de una profunda inseguridad. Generalmente, los únicos lastimados por este tipo de mentiras son ellos mismos. Estos son los mentirosos compulsivos.

Mentiras patológicas

Este tipo de mentiroso está empezando a ser considerado como una raza aparte. Fríos y calculadores, sus mentiras contienen objetivos e intereses concretos, generalmente de tipo egoísta. Son mentiras manipuladoras y astutas. Este tipo de mentiras, al contrario que las mentiras blancas, son utilizadas por personas que basan su vida en ellas, sus engaños afectan negativamente a los demás y causan un profundo daño en sus víctimas. A través de algunos estudios hoy sabemos que los mentirosos patológicos tienen más materia blanca en el área prefrontal del cerebro. En términos generales, la materia blanca está vinculada a conexiones más rápidas, mayor flujo de pensamiento y mayor fluidez verbal. Además, tienen dificultades de empatía y poca actividad en las áreas encargadas de las emociones.

Nadie se siente bien mintiendo, al menos a la mayoría de nosotros no nos gusta mentir. Utilizamos las mentiras blancas para protegernos o proteger a los demás. O eso es lo que todos queremos creer. Al final, por encima de dogmas o máximas, cada uno está obligado a afrontar un debate interno respecto a la verdad, optando por una posición que será sensible a las circunstancias.

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