La exclusión, el bullying, la soledad no elegida, los desprecios, ser invisible para los demás, padecer el abandono, sentirse excluido en determinados entornos…Todas estas realidades configuran ese sufrimiento social que no se ve a simple vista, pero que, sin embargo, erosionan nuestra salud mental.

El dolor social puede experimentarse de muchas maneras, pero el impacto siempre es el mismo: es profundo y devastador a todos los niveles. Es más, nuestro cerebro vive esas dimensiones emocionales del mismo modo que si sufriera un golpe físico. Este es un tema que la psicología y la neurociencia lleva muchos años estudiando y poniendo sobre la mesa. La exclusión social es un fenómeno que se da a diario de infinitas formas, pero gran parte de nosotros no las vemos o peor aún, no le damos la importancia que merece. La sufren un buen número de colectivos, desde personas sin hogar, ancianos que viven solos y también niños que padecen las burlas y el rechazo de sus iguales en escuelas e institutos. Porque el dolor social no resulta únicamente al padecer una ruptura afectiva o al por perder a un ser querido. Este tipo de malestar surge a raíz la interacción interpersonal negativa, ahí donde se atenta contra un principio básico y esencial de nuestro cerebro: la necesidad de una conexión significativa, de sentirnos reconocidos, respetados y apreciados.

La exclusión es un veneno que inocula nuestra sociedad con elevada frecuencia. Nos falta habilitarnos un poco más en empatía, necesitamos también ser capaces ver al invisible, para percibir al que sufre y no pasar sobre él como si no mereciera nuestra atención. A menudo, minimizamos el dolor social. Así, a ese niño que sufre burlas en su colegio solemos decirle que evite darle importancia a esos hechos; al fin y al cabo, un día crecerá y todo lo vivido en esos días de infancia se diluirá en la madurez. Y sin embargo, no ocurre. Porque es común llegar a la edad adulta sufriendo aún el peso de ese ayer donde uno conoció de primera mano lo peor del ser humano.

Este tipo de experiencias no sanan por sí solas. El bullying, la discriminación, la falta de afecto, el mobbing, la soledad, el racismo, el sexismo, etc suelen afectar a nuestra personalidad. Son experiencias que no desaparecen solo por no pensar en ellas. Es más, ha podido verse que incluso los pequeños desaires del día a día, esas decepciones que nos dan algunos amigos o miembros de la familia no se olvidan tal fácilmente. El que esto sea así no es capricho, fijación personal o incapacidad para perdonar; en realidad, se debe al modo en que nuestro cerebro procesa este tipo de experiencias.

Hechos como sentirnos excluidos, rechazados o sufrir agresiones verbales, por ejemplo, se procesan del mismo modo que el sufrimiento físico. Algo que se pudo ver mediante resonancias magnéticas fue que las personas que sufren dolor social activan muchas de esas regiones que avisan al cerebro de que se está produciendo un impacto físico. El cerebro por tanto interpreta esto como un dolor real, como si hubiéramos recibido un golpe, una quemadura, etc. Un hecho curioso pero igualmente destacable que debe invitarnos a más de una reflexión.

Los moretones, un hueso roto, los cortes o rozaduras en la piel… Todo ello son hechos visibles  que a nadie se le escapan. No ocurre lo mismo con el sufrimiento, con ese dolor social que infinidad de personas viven a diario y que pasa completamente inadvertido. Sin embargo, eso sí, va dejando estragos, alteraciones, limitaciones. Realidades como el rechazo continuado debilitan nuestro sistema inmunitario. El hecho de no disfrutar de relaciones sociales significativas, ahí donde hay afecto, consideración y respeto, afecta a nuestro sueño nocturno y al riesgo de contraer más enfermedades como alergias, infecciones, etc.

Las personas somos algo más que un niño que juega, una niña que lee, un hombre que sueña, una mujer que ansía realizarse en libertad y felicidad en la vida. Somos, por encima de todo, seres sociales con necesidades de pertenencia. Ansiamos ser reconocidos, aceptados y valorados por aquellos que tenemos cerca. Experimentar en algún momento de nuestra vida factores como discriminación, exclusión, soledad no elegida, falta de respeto o intimidación, constituye un auténtico atentado a la convivencia y también a nuestra integridad. Todo ello deja huella permanente, pero a la vez da forma a un sufrimiento invisible que no se aprecia y que diluye en nuestra sociedad actual. Por lo tanto, debemos ser más sensibles a estas realidades, poner medios para prevenirlas y canales para atender a quienes hayan pasado o estén pasando por este tipo de circunstancias. Esta es una responsabilidad de todos, una que pasa obligatoriamente por ser más empáticos, más proactivos, más efectivos…

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