Algunas personas, de cara a su escasa autoestima, tienden a alardear colocándose falsas virtudes personales, ostentando valores e intentando llamar la atención cada vez que tienen oportunidad. Lo que sucede es que suelen señalar lo que les falta en su trastienda personal. El resultado: terminan siendo rechazados porque se convierten en autoaduladores que no dan lugar a los otros. Se trata de personas que desarrollan estilos relacionales soberbios.

La desvalorización o la baja autoestima es uno de los grandes males de los seres humanos. La buena autoestima implica valorarse, quererse, ponerse en primer lugar y estar lejos del egoísmo o la egolatría. También es entender las propias limitaciones y capacidades. Se trata de saber qué es lo que se puede o no, cuáles son las fortalezas, recursos y debilidades. En definitiva, un reconocerse de manera íntegra y sincera. Ahora bien, la valoración es un proceso que se metaboliza puertas adentro en nuestra mente y en nuestras emociones. Es un proceso autorreflexivo que explora tanto las propias virtudes como los defectos. Solamente somos nosotros los que debemos valorarnos: recapacitar sobre nuestros valores personales, sentirnos valiosos para nosotros mismos y los demás. Porque si lo hacemos, ofreceremos a los otros lo mejor de nosotros.

Nada más lejos que la valoración genuina se encuentra en la fauna de ostentosos. Este grupo esta conformado por orgullosos, soberbios, humildes y falsos modestos, sobrestimados, ególatras, fanfarrones, ostentosos, petulantes… que son algunos especímenes del género que intentan por diversas estradas buscar reconocimiento y defenderse de cara a sus fuertes sentimientos de minusvalía interior. Son formas de interacción que generan reacciones en los diferentes contextos. Mecanismos que encierra la minusvalía personal, en la que podría aplicarse la siguiente ecuación: dime de lo que alardeas y te diré de lo que adoleces.

Los alardeadores creen conscientemente que todo lo pueden y eso no es tener buena autoestima, es egolatría; o sea, la propia idolatración. Por supuesto, que esto más se acerca a la pedantería y a la soberbia, aunque bien podría ser propio de una conducta delirante. Son omnipotentes prepotentes que tratan de monopolizar diálogos, otorgándose un brillo de poca monta y son absolutamente Yoístas, en cuyos diálogos -que resultan monólogos- se escucha decir: «porque yo…,  yo en una oportunidad…, tú sabes que yo…», a pesar de que el interlocutor se encuentre hablando sobre algún tema.

Soberbios y petulantes

En la soberbia, el ser humano -además de sentirse omnipotente- se sobrevalora y hace ostentación vox populi de lo que considera sus valores personales. Se posiciona alardeando fanfarronamente en una actitud desvalorizativa y denigradora del otro. Los soberbios creen que todo lo saben y tienen una posición asimétrica, situándose por arriba de los demás con el mentón sutilmente levantado que obliga a que su mirada sea hacia abajo. Hablan como si estuviesen en una disertación universitaria.

Fanfarrones y ostentosos

También los hay fanfarrones que poseen este toque de pedantería. Por ejemplo, el fanfarrón es el que monopoliza la atención en las reuniones sociales, conduciendo diversos temas. Tiene la habilidad de leer poco y superficialmente artículos de curiosidades en revistas. Además, habla y habla de forma seductora sin dar lugar a los otros y, a veces, queda en ridículo porque intenta proporcionar conocimientos técnicos de construcción a un ingeniero, explica los mecanismos inconscientes al psicólogo, dicta clase de la física cuántica al físico o los mecanismos de clonación al biólogo, cátedra de política internacional, biología marina y hasta análisis de noticias de actualidad, pero estos no son indicadores de sapiencia sino de formas de destacarse en las reuniones sociales. Este es uno de los estilos relacionales soberbios que podría mitigarse con cuotas de humildad. Incluso, la persona podría llegar a ser realmente admirada.

Orgullosos y sobreestimados

A estos sujetos mal se les podría llamar orgullosos. Justamente, la palabra orgullo es uno de los términos mal aplicados en el uso corriente. Estar orgulloso de lo que uno es, es lo mejor que le puede suceder a una persona. Es sinónimo de una valoración óptima y productiva. No implica que alguien es superior a alguien, no es una mesura que denigra al otro, es una estimación personal de lo que valgo. Orgullo tampoco significa sobrevalorarse. Sobreestimarse sugiere darse mayor valor del que se posee. El sobrevalorado cree que es alguien que no es. Como tal, es una posición defensiva que oculta los sentimientos de desvalorización interior. Por ejemplo, alguien no consigue trabajo porque desea obtener un puesto de jefe o de gerente, sin haber tenido antes ninguna experiencia laboral ni siquiera en teoría. Está convencido de que reúne los requisitos para ese cargo y piensa que otro cargo menor lo denigra, no es para él y ni está a su altura. En realidad, si toma un puesto de menor rango al aspirado se conecta con esa ineptitud que no quiere ni desea concienciar. Entonces, prefiere no trabajar a aceptar su desvalorización. Terminan excusándose en la política social y económica del país y que trabajo no se consigue.

Humildes y falsos modestos

Los humildes, en cambio, son los que no alardean ni se vanaglorian de sus conocimientos o habilidades. Muchos de ellos reconocen que las poseen, pero no por esa razón andan por la vida haciéndole recordar sus virtudes a la gente. Son aquellas personas que nos sorprenden por sus capacidades puesto que nunca se nos hubiese ocurrido que fuesen de su repertorio. Son algo así como una caja de Pandora desde la que emergen recursos y recursos que no encajan con el estilo de bajo perfil que aparentan. Ahora bien, los humildes son muy diferentes a aquellos que actúan con falsa modestia. Los falsos modestos son las personas que intencionadamente muestran un perfil de humildad y se las ingenian para que sea el interlocutor quien alardee y resalte las condiciones que ellos tratan de ocultar para que se evidencien. Es decir, no es el protagonista el que ostenta, es el partenaire comunicacional el que rebela lo que supuestamente ellos no desean mostrar. Esta categoría de sujetos tiene una forma de vanagloriarse particular. No son ni fanfarrones, ni petulantes, son ególatramente modestos: muestran un flanco de incapacidad que deja un margen para que el otro se dé cuenta de que es capaz y anhelan que su compañero de comunicación rebele su potencial.

Todos los integrantes de estos grupos se muestran casi perfectos, pero esperan secretamente encontrar la valoración en sus relaciones y nunca van aceptar que poseen fallas o equivocaciones. Tampoco se halla afanosamente centrados en dar o ayudar a los otros para recibir reconocimiento. El sentido de autosuficiencia es muy importante en este estilo de personalidad. Los soberbios en las interacciones humanas se hallan muy por arriba de los demás. Siempre son asimétricos y miran desde lo alto a los demás. Por ello, a los interlocutores les cuesta llegar al corazón de estos “semidioses”. Casi siempre, cuando se conectan con los otros, lo hacen a través de lo intelectual o racional. Pueden monopolizar una reunión dictando cátedra con la finalidad de monologar y obtener elogios y muestras de valoración de su entorno.

Estos perfectos son, como tales, negadores. La omnipotencia, por lo general, es un recurso defensivo que hace alianza con la negación. Hace falta negar esos aspectos que muestran la impotencia y la inseguridad y, mágicamente, armar un personaje omnipotente y seguro de sí mismo. Claro que esta estructura no es consciente. No se trata de un acto premeditado. Se va cimentando paulatinamente, ocultando cada vez más esos sentimientos oscuros que desnudan a la persona en sus debilidades. Pero, tarde o temprano, estos mecanismos hacen que la persona paulatinamente sea rechazada. En un comienzo, el omnipotente puede, empáticamente, resultar elocuente y destacar entre sus interlocutores, por ejemplo, en el desarrollo de algunos temas específicos. En la medida que esta actitud se repite en todos los temas y en todas las oportunidades, la gente comienza a generar antipatía con el protagonista y aparecen actitudes de rechazo. Es una ecuación directamente proporcional: tanto intentar destacar, en tanta marginación y desvalorización se termina.

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