Hay muchas voces y estudios que defienden la idea de que nuestro cociente intelectual viene determinado o muy condicionado por el código genético. Sin embargo, esa relación no siempre es directa ni tan clara como parece. En realidad, deben darse otros muchos factores para que esa predisposición intelectual se manifieste.

Cuando hablamos de altas capacidades es casi obligado referirse a un nombre en particular: William James Sidis. Este joven, de trayectoria fugaz y que falleció a mediados de los años 40 en Estados Unidos, es considerado hasta el momentos el hombre con las habilidades intelectuales más sorprendentes (y documentadas). De hecho, se estimó que su CI estaba por encima de los 250 puntos. Lo más llamativo de Sidis fue su educación. Si pudo entrar con solo 9 años en la Universidad de Harvard, no fue solo por su herencia genética. Su madre, Sara, era doctora y su padre, Boris, psiquiatra y experto en psicología del desarrollo. Así, si había algo que estos dos científicos ucranianos sabían es que desarrollar un elevado coeficiente intelectual no dependía en exclusiva de nuestros 23 pares de cromosomas.

Una inteligencia alta es el resultado de un entorno facilitador sumado a un cerebro receptivo. El matrimonio Sidis orientó la vida de su hijo hacia un solo objetivo: potenciar al máximo sus capacidades cognitivas. El resultado superó sus expectativas. Sin embargo, este joven fue algo más que un simple niño prodigio: fue una persona claramente infeliz.

La inteligencia, al igual que el comportamiento humano, es un rasgo complejo. Definirla sin embargo no es difícil, porque incluye todas esas experiencias donde una persona muestra una clara habilidad para aprender, para razonar, planificar, resolver problemas, pensar de manera abstracta, comprender ideas complejas y dar respuestas altamente creativas. Sin embargo, saber con exactitud qué produce diferencias individuales en cada una de estas competencias ha sido siempre un desafío. Podríamos decir ahora mismo que sí, que es la herencia genética quien da forma a cada una de estas habilidades. Es más, la Universidad de Glasgow realizó un estudio en el 2016 donde se demostró que esos genes asociados a las funciones cognitivas se heredan principalmente de las madres. El cromosoma X, por así decirlo, determinaría en gran parte nuestro potencial intelectual.

Ahora bien, hablamos en condicional porque no todo está tan claro. Un estudio reciente, nos ha demostrado algo que los expertos llevan casi un siglo intuyendo. Los entornos sociales son quienes nos moldean, quienes ponen las condiciones para que podamos alcanzar o no todo nuestro potencial cognitivo. La herencia genética, por su parte, solo nos determinaría en un 40%.

Los neurólogos suelen comentar a menudo lo siguiente: sobreestimamos la idea de la alta inteligencia. Cuando se lleva a cabo una cirugía cerebral no hay un área en concreto que la distinga. No hay una estructura especializada en hacernos más brillantes que el resto. En realidad, se trata de un sinfín de procesos actuando en armonía, un mundo sináptico hiperconectado que conforma un cerebro más despierto, más sensible, más eficaz que el de la media.

La alta inteligencia puede depender de nuestros genes, pero se le añaden a su vez un gran número de factores:

  • Un apego seguro con la madre donde exista un intercambio emocional constante.
  • Una crianza positiva.
  • Una nutrición adecuada.
  • Asistencia a la escuela y la oportunidad de disfrutar de una educación con buenos recursos.
  • Un entorno social favorecedor y estimulante (buena familia, profesores preparados, una comunidad adecuada y segura…)

¿Qué pasa si mi herencia genética se asocia a una alta inteligencia pero no he tenido una infancia propicia para desarrollarla? ¿Qué ocurre si mi entorno no ha sido favorecedor y mi rendimiento académico ha sido bajo? ¿Significa esto que nunca podré mejorar mi coeficiente intelectual? El padre de la psicología social moderna, Kurt Lewin, nos aportó un término que asentó las bases de muchas teorías y estudios posteriores: la teoría del campo o el poder del contexto. En esencia, lo que nos demostró Lewin es que el ser humano es resultado de la interacción de todas sus experiencias, las pasadas y sobre todo las presentes. Somos, nuestras actitudes, lo que elegimos hacer con todo lo vivido.

Así, algo que pudo verse estudiando la trayectoria de gemelos separados al nacer y criados en diferentes contextos, es que un ambiente desfavorable, con escasos recursos económicos, influye de manera notable en el desarrollo de la inteligencia. Sin embargo, nuestro potencial no queda completamente mermado o apagado por estas condiciones estériles. No si la persona tiene la oportunidad en un momento dado de enfrentarse o de construir un entorno que le permita recuperar el «territorio perdido». Lewin descubrió que cuando el gemelo criado en un entorno desfavorable se distanciaba de los dictados de sus padres adoptivos, era libre para dejar que sus genotipos se expresaran. Sus capacidades cognitivas mejoraron al encontrar una motivación, un objetivo acorde a sus intereses y un entorno que facilitara sus metas. El cerebro, al fin y al cabo, no es una entidad fija y estable. La plasticidad, nuestra curiosidad y nuestra voluntad son capaces de producir auténticos milagros.

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