Cuando el dolor persiste, podemos denominarlo “dolor crónico”. Muchas veces, el malestar generado luego de una lesión logra su cura, pero este dolor crónico sigue existiendo. ¿Qué sucede en nuestro cerebro?

Después de una lesión hay pacientes que sienten un dolor casi constante durante años. La fisioterapia tan solo le alivió durante un corto espacio de tiempo. Los analgésicos no dieron mucho mejor resultado, y los medicamentos más eficaces le provocaron efectos hasta contraproducentes en el sistema digestivo. Todo esto lleva a que la persona pueda sentirse deprimido/a, duerma mal , se limente mal y, presente dificultades de concentración. Si vuelve a consultar a su médico, el mismo le indica después de la exploración física que la lesión inicial está curada. Sólo persiste el dolor y sus consecuencias, pero las opciones que le quedan para ayudarlo se están agotando.

Entre un 15 y un 20 % de la población adulta sufre dolor persistente o crónico. Según la OMS, la mitad de los pacientes de atención primaria que presenta un síndrome de dolor crónico no ha podido recuperarse después de 1 año. En estos los últimos tiempos, se están identificando cambios reveladores en las neuronas que explicarían el dolor persistente. En concreto, se ha verificado una excitabilidad irregular entre las neuronas en cada nivel de la vía del dolor corporal. En la médula espinal, algunas células amplifican de forma anormal las señales de dicho malestar después de experimentar una especie de “aprendizaje” molecular, de modo similar a lo que ocurre en el cerebro durante la formación de los recuerdos a largo plazo.

Las alteraciones en las regiones cerebrales que dirigen los sentimientos y los pensamientos complejos en los estados dolorosos permanentes pueden explicar algunos de los trastornos emocionales y cognitivos (entre ellos, la depresión y el déficit de atención) que pueden surgir tras años de sufrimiento.

Nuestra capacidad de percibir el dolor lo realizamos a través de los nocirreceptores. Las mismas son neuronas sensitivas especializadas. Dichas células se extienden por casi todo el cuerpo, reaccionan de modo selectivo ante los estímulos fuertes (la presión, el calor o el frío). La activación de esa vía del dolor resulta esencial en las respuestas reflejas y coordinadas de protección para evitar cualquier daño que pudiera ocasionarse al cuerpo (la picadura de un mosquito, por ejemplo, o la quemadura producida por un horno caliente, sacar la mano cuando nos acercamos). El reconocimiento de las circunstancias en las que podríamos sufrir daño supone una función protectora fundamental de nuestro sistema nervioso, nuestra supervivencia.

Las enfermedades con dolor crónico comienzan cuando se daña un nervio periférico y, como consecuencia, ese nervio (un haz de fibras entre las que se encuentran algunos nocirreceptores) y otros vecinos se vuelven más excitables. La hiperexcitabilidad en los nervios ilesos que se hallan entremezclados con el nervio herido probablemente resulta primordial en la persistencia del dolor después de que la agresión inicial haya desaparecido, porque muchos de los nervios lesionados degeneran. Se ha demostrado que se produce una potenciación a largo plazo (PLP), es decir, un aumento prolongado de la comunicación entre dos neuronas, proceso que también sustenta la formación de ciertos tipos de recuerdos en el cerebro.

Las sensaciones dolorosas, además de intervenir en el circuito que controla el dolor, las regiones del cerebro que procesan dicha sensación interpretan la información de la médula espinal y de otras regiones cerebrales para crear una impresión general de malestar. Tal interpretación depende del contexto y de la experiencia pasada, de la atención y del estado de humor de una persona, entre otros factores psicológicos. Con ese propósito, el dolor no solo estimula las zonas sensitivas del cerebro, sino que también activa fuertemente las áreas cerebrales implicadas en la emoción: factores psicológicos, como el estado anímico, la depresión, los trastornos del sueño y el catastrofismo ante el dolor, patología en la que los sujetos temen que el dolor será intenso e imposible de controlar.

Más allá de la nueva generación farmacológica que se desarrollan actualmente para paliar los efectos orgánicos del dolor crónico, es necesario que el tratamiento incluya terapia psicológica que favorezca en el paciente la capacidad de afrontamiento emocional y cognitivo.

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