Los seres humanos tenemos la capacidad de alcanzar un nivel muy alto de autonomía en muchas facetas. Una de ellas es la emocional. A esta autonomía contribuyen muchas variables, siendo la independencia afectiva una de las que más influencia tienen. La independencia afectiva es una conquista que parte de la infancia, pero también de la autoestima y de la autonomía emocional.

¿En qué se diferencian autonomía emocional e independencia afectiva?

Quien haya desarrollado autonomía emocional, decidiría qué hacer con su abanico de emociones: el miedo, la tristeza, la ira, el pánico, etc. Utilizará sus propias estrategias para extender la alegría en el tiempo o afrontar el duelo, intentando maximizar en todo momento su capacidad de adaptación.

Con la independencia afectiva pasa algo muy parecido. Las personas en el polo contrario a esta cualidad suelen pensar que no existe mundo más allá de la persona que eligen, incluso aunque esta persona les esté causando un daño muy grande. Es con ella o es la perdición. Así, una persona puede ser autónoma en las gestión de sus emociones, pero al mismo tiempo extraordinariamente dependiente. Puede elegir qué hacer con la alegría o el dolor que le produce el otro, pero depender del otro para sentir. Esta es una de las razones por las que, por ejemplo, personas que consideramos muy maduras llegan a perder su autonomía emocional.

Es necesario señalar que la carencia de independencia afectiva en muchas ocasiones es producto de una tentación. La autonomía emocional tiene su coste cognitivo. El gasto que a priori tienen el hecho de hacernos responsables de nuestras emociones es mucho menor que el que puede tener depositar este poder sobre el otro. Precisamente, por eso es tan fácil perder esta autonomía cuando pasamos por momentos en los que nuestro nivel de energía es más bajo. Así, el estrés sería una variable de riesgo.

Nuestro desarrollo está condicionado por múltiples variables. Una de ellas tiene que ver con cómo aprendemos a relacionarnos. Así, en nuestra infancia nos hacemos una idea de si el otro, persona indefinida, por defecto es un promovedor, un demandante, una fuete de placer o de dolor, etc. Dicho de otra manera, en la infancia solemos recibirla impronta con la que después configuramos expectativas -y por lo tanto, nos comportamos, pensamos y sentimos- en el mundo social.

Hoy sabemos que un estilo de apego dependiente será el primer ladrillo que edifique a un adulto que se sitúe en esta posición en sus relaciones. También, sabemos que una baja autoestima, que motiva una necesidad de refuerzo constante del exterior es otro. Además, nuestras experiencias pasadas y nuestros logros, dando forma a la historia de nuestro recorrido vital que hemos construido y manejamos, se reflejan en la autoeficacia, que es otro de los ladrillos.

Así, una de las estrategias que más se utilizan en consulta para devolverle poder y control a la persona -los mismos que ella deposita en otros- tiene que ver con la reconstrucción de esta historia. Será la base para hacer modificaciones en el presente e incluirlas en los planes de futuro. De esta manera, conseguimos que la persona se proyecte de otra forma, valiéndose de la autonomía emocional para posicionarse en las relaciones de una manera que sí sea realmente adaptativa.

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