Enojarse está mal visto, porque se entiende de manera incorrecta y, por ende, se trata injustamente a esta emoción. Sin embargo, el enojo es una herramienta natural de nuestra evolución para informarnos de que hay algo que nos incomoda y que es necesario examinarlo y buscar un equilibrio.

Usualmente, somos precavidos al momento de mostrar nuestro enojo en público, de no expresarlos abiertamente por miedo a la reacción del entorno. El problema que surge cuando algo nos enoja es que esa sensación se retroalimenta en nuestro interior y, si no somos capaces de tomar distancia, puede llevarnos a la bronca e ira. Esto nos sucede porque reconocer que algo nos enoja nos hace sentir vulnerables y, en cierto modo, creemos convertirnos en malas personas.

La razón principal por la que se castiga la actitud de enojarse es que se confunde con la ira o con la expresión desmedida de la molestia. Por eso, debemos comprender que no es igual explotar y ponerse a gritar” que fruncir el ceño. En este sentido, podemos afirmar que la ira responde a una mala gestión de eso que nos enfada. Puede que esto obedezca a una falta de expresión del enojo en sus comienzos, o a una excesiva atención sobre el foco del malestar que nos impide resolver la encrucijada emocional en la que nos encontramos.

Ser conscientes de nuestros sentimientos e intentar manejarlos y transformarlos son cuestiones que van de la mano. Tomar conciencia de nuestras emociones y sentimientos constituye un intento de expresión y liberación.

Es importante la comprensión tras la conciencia, porque poner en marcha sentimientos y emociones nos da la opción de seguir avanzando. Dicho de otro modo, focalizar nuestra atención en aquello que nos enoja tiene una consecuencia directa: nuestra dominación.

Existen muchos tipos de enfado y, hablar de todo ello resulta imposible en términos operativos. Sin embargo, todas las situaciones que nos enojan tienen algo en común: la reacción de nuestro cerebro emocional ante una amenaza física o psicológica. En este punto debemos saber que nuestros sentidos envían el primer chispazo a la amígdala cerebral, la cual activa nuestro circuito emocional y pone en marcha al neocórtex, encargado a su vez de calcular una reacción más o menos ajustada hacia la injusticia. Concretamente, la descarga de la energía límbica (amígdala y zonas adyacentes) supone la liberación de catecolaminas para llevar a cabo una acción decidida y rápida. A su vez, y durante más tiempo, la rama adrenocortical de nuestro sistema nervioso nos mantiene activados y predispuestos a una acción más prolongada en el tiempo. Esta misma hipersensibilidad fisiológica es la que nos domina cuando nuestra mente se alimenta de un menú espiral de pensamientos negativos. Digamos que nuestro cuerpo nos predispone para construir enojo sobre enojo.

“Enfriarse” es clave

Para aplacar nuestra excitación psicológica lo primero que debemos hacer es tomar distancia de la situación y lograr que la descarga adrenalínica deje de controlarnos. Con esto buscamos conseguir que el entorno deje de ser irritante para nosotros y así darnos permiso para sentirnos bien por medio de la distracción.

El enfado es una emoción altamente seductora que se alimenta a través de nuestro monólogo interno, pues nosotros mismos nos proporcionamos argumentos convincentes que nos ayuden a descargar nuestro descontento con algo o alguien. Esta cadena de pensamientos hostiles lo engrandecen y, por eso, es algo clave para aminorarlo. Es decir, que la llave que necesitamos para parar esos razonamientos es, precisamente, dejar de buscar razones o justificantes que alimenten esta escena mental. Lo especialmente relevante es dejar de echar leña al fuego y contemplar la situación de manera diferente y más positiva. Asique, siempre es conveniente mantener esto en nuestra mente para que lo que nos enoja, no nos domine.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *